El punto culminante del día en la vida sacerdotal es el sacramento del altar, el misterioso hermanamiento de cielo y tierra que proporciona. Dios nos invita a su mesa; nos quiere tener como huéspedes suyos. Es él mismo quien se entrega a nosotros. El don de Dios es Dios mismo.

La Eucaristía es la fiesta sagrada que Dios mismo nos da, aun cuando las circunstancias externas sean pobres. En ella se traspasa el umbral de la vida cotidiana. Dios celebra una fiesta con nosotros. Y esa fiesta de Dios es más que cualquier tiempo de ocio, que resulta vacío cuando no existe esa fiesta que nosotros mismos no podemos organizar.

Pero tengamos en cuenta una cosa; la fiesta tiene su origen en el sacrificio. Sólo el grano que muere da fruto. El centro de la vida sacerdotal es el sacrificio de Jesucristo. Pero ese sacrificio no puede celebrarse sin nosotros. Sin nuestra propia participación en el sacrificio. Esto significa para el sacerdote que, sin sacrificio, sin el esfuerzo de la renuncia a sí mismo, aprendida poco a poco, él no puede desempeñar verdaderamente el ministerio de Cristo.

En el Evangelio hemos oído esto precisamente. Seguir a Cristo significa seguir a quien ha venido a servir y a entregarse a sí mismo.

En eso consiste la grandeza y dificultad de la misión sacerdotal. Nunca se alcanzará su plenitud. El servidor no está por encima del maestro. Y sólo se puede conseguir, si los demás apoyan al sacerdote cooperando y compartiendo con él la fe y la oración.

Todos nosotros, como cristianos, vivimos también precisamente los unos de los otros y cada celebración de la Eucaristía quiere introducirnos de nuevo en esa convivencia de los unos para los otros.

Joseph Ratzinger / Benedicto XVI

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