La tradición considera la celebración de la penitencia no sólo como algo excepcional por culpas muy graves que han producido una ruptura irreparable en nuestra relación con Dios, sino también como un gesto que se ha de repetir con frecuencia para tomar conciencia de nuestra cotidiana miseria ante Dios, para comprender la distancia entre nuestra vida y los ideales del Evangelio, para experimentar en nosotros la fuerza renovadora del perdón de Dios, para disipar la tiniebla interior que no nos permite descubrir y llevar a cabo las tareas que el Evangelio nos encomienda.

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