Es un problema general. La gente vive en circuito cerrado: sólo piensa en sus intereses, en el pequeño mundo de los asuntos materiales que absorben todo su interés y todo su tiempo, de forma que viven permanentemente volcados casi exclusivamente a la búsqueda del placer.

Hay que romper ese estrecho círculo viviendo abiertos al prójimo y sobre todo a la trascendencia de Dios, es decir, vivir nuestra vida, nuestra oración, conscientes de que estamos ante el misterio grande y santo de Dios, que nos sobrepasa infinitamente.

Vivir ante él con un gran respeto y reverencia, conscientes de que es lo único grande, lo único que merece la pena, la actividad y ocupación más adecuada, que da sentido a la vida.

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