En pasadas discusiones sobre sacerdocio se ha dicho repetidamente que ser sacerdote hoy no es propiamente una profesión puesto que no encaja en un mundo de especialidades, en el que nada puede pintar alguien que está en la vida para todo; y se ha dicho que si el sacerdocio debía seguir siendo una profesión, entonces el propio sacerdote tendría que convertirse en un especialista, en algo así como un especialista en cuestiones teológicas, que esté disponible para asesorar a la comunidad.

Mi opinión es que no. Lo grande y siempre necesario del sacerdote consiste precisamente en que el mundo que se desmigaja en especialidades y que enferma y sufre, por ello, su consiguiente descomposición, siga habiendo personas que estén ahí para velar por el todo, que desde dentro mantengan la cohesión del ser del hombre.

Esta es nuestra carencia, que el hombre ya no es hombre; lo que hay son departamentos especializados para ancianos, para enfermos y para niños y en ningún sitio existe ya el ser humano.

Si ya no hubiese sacerdotes, habría que inventar alguien que, en medio de las especializaciones, fuese hombre para el hombre desde el punto de vista de Dios; alguien que esté ahí para enfermos y sanos, para niños, y ancianos, para la vida diaria y para las fiestas, manteniendo unido este todo desde el punto de vista del amor misericordioso de Dios.

Esto es lo propiamente hermoso, profundamente humano y al mismo tiempo sagrado y sacramental del sacerdocio que, por encima de la instrucción (que, ciertamente, necesita) él no es un especialista más, sino servidor de ser creado, del ser humano, que por encima de la escisión de la vida en departamentos estancos, nos congrega a todos en torno al amor misericordioso de Dios, en la unidad del Cuerpo de Cristo.

Joseph Ratzinger / Benedicto XVI

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