Si se me permite contar algo a partir de mis propios recuerdos, cuántas veces me he alegrado de poder predicar, de poder anunciar la palabra de Dios a los hombres, que, en la desorientación de su vida cotidiana, a menudo apartada de Dios, deberían estar esperando esta palabra.

Me he alegrado especialmente cuando una palabra de la Sagrada Escritura, un tema de nuestra doctrina de fe ha recibido una nueva iluminación llenándome de satisfacción. Pero cuán desengañado me he sentido cuando la realidad resultaba completamente distinta, cuando la gente claramente estaba esperando, no la palabra de la predicación, sino el final de la misma.

La palabra de Dios no forma parte hoy de los artículos de moda, por los que se pregunta y que resultan de interés. Al contrario, está de moda saber mejor las cosas y llegar cuando la predicación ha terminado, «pues ésta no servirá para mucho».

Así es como hoy la predicación se ha convertido verdaderamente en una parte penosa de la pesca que el sacerdote tiene que llevar a cabo. Y, sin embargo, precisamente en la predicación, como también en la enseñanza de la religión, que propiamente no es más que otra forma de predicación, el sacerdote lleva a cabo precisamente una de las mayores misiones encomendadas a la Iglesia. El teólogo romano Hipólito, muerto el año 235 después de Cristo, dijo: «El nacimiento de Cristo no ha terminado. Cristo, el Señor, continúa naciendo en este mundo. La Iglesia da a luz a este Cristo, cuando instruye y predica a todos los pueblos».

En la medida en que, en un mundo en el que triunfan la mentira, la desfiguración y la sensación, la Iglesia sigue atreviéndose a proclamar indefectiblemente la palabra de Dios, está haciendo sitio a Dios en medio de ese mundo.

El mundo llegaría a ser infinitamente pobre, si enmudeciese la boca de quienes, sin atender al sensacionalismo ni a los vientos que soplan en las distintas épocas, se ponen de parte de una verdad de Dios, que aparentemente no llama la atención y quizá parece inútil, y la proclaman. Con cada palabra de ese tipo se recupera a Dios para nuestro mundo; dándose así albergue al Dios que sigue buscando albergue y sigue careciendo de techo. Cristo sigue naciendo de nuevo.

Sería un buen resultado de esta predicación si quisiéramos decidirnos a suscitar en nosotros de nuevo la humildad de escuchar; la humildad de escuchar y, al mismo tiempo también, el valor de hablar, cosa que los cristianos de hoy necesitan más que las generaciones pasadas. En los pulpitos de nuestras iglesias predican solamente los sacerdotes.

Pero junto a eso está el púlpito de la vida cotidiana y desde él puede y tiene que ser todo el mundo sacerdote y predicador. Pues puede ser necesario que en el puesto de trabajo, en la oficina o en cualquier otro sitio uno confiese lo que como cristiano cree y ama, proclamando una palabra de fe ante un mundo que carece de ella.

Quien hace eso cumple en el fondo la misma misión que el sacerdote en la iglesia: proporciona un lugar en este mundo al Dios que busca albergue, al Dios sin techo. Cristo nace de nuevo.

Joseph Ratzinger / Benedicto XVI

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